
Durante años los canarios, en ese esfuerzo titánico que ha consistido en conminar nuestra adscripción a la causa y la identidad españolas, hemos olvidado por el camino que nuestro país tenía ya, mucho antes de que los intelectuales acuñaran conceptos como «globalización» o «multicuturalismo», una fuerte presencia en la Historia de la humanidad, en especial en lo que a América respecta. Olvidamos durante los últimos 40 años, por querer ser y creernos parte de una empresa común -la española- que nos era totalmente ajena, nuestros vínculos con Venezuela, con Uruguay, con Argentina, con Puerto Rico y hasta con Cuba. ¿Qué teníamos en común, más allá de relaciones familiares y culturales, con esos pueblos indolentes, azotados por el populismo y cruentas dictaduras, merecidas todas ellas por vagos y maleantes? Nosotros no éramos eso, no. Nosotros nos limitábamos a cantar los puntos guajiros que el abuelo había traído de Cuba, las chacareras que aprendíamos en los discos de Mercedes Sosa, o las rancheras que en la radio desde los años 50 sentíamos como parte del folklore canario.
Poco o nada más. No era América, la nuestra, la isleña, la que podía permitirnos entrar en la modernidad, en los cánones que la Europa sabionda y de la abundancia había paternalmente dispuesto para nosotros, en el espíritu quijotesco y soñador de la España modélica del consenso y la concordia. Olvidamos, como digo, los lazos que nos unían y que nos habían hecho pensar, en más de una ocasión, que Caracas estaba más cerca que Madrid, tal había sido la presencia simbólica y mitológica de Nuestra América en Canarias. Todo esto era ya una densa nebulosa del pasado, y ya europeos nosotros, no podíamos permitirnos mirar hacia atrás. Siempre hacia adelante. Un adelante interdental, de clima continental y dieta mediterránea, que nos recuadraba en siniestros mapas anti geográficos, y que nos invitaba a ponernos barreras mentales cuya limes estaba en los Pirineos. Es entonces cuando nos olvidamos, como por arte de magia, del pico Turquino y de La Guaira, del blanco Martí y el mulato Campeche, del Tributo en sangre y las leyes de libretas, de Canelones, Guárico, Hatillo o Matanzas.
Ahora, desvanecido el sueño de la eterna y próspera primavera, despojados de una cosmovisión propia con que afrontar la temporada de vacas flacas y sometidos por quienes decían ser nuestros socios y con quienes creímos tener tanto que ver, ¿tendremos la poca vergüenza de volver a mirar a quienes un día le retiramos nuestra mirada? ¿Debemos someternos una vez más a ser parte de una neocolonial e interesada visión de «Iberoamérica» que no nos incluye ni en raíz ni en desinencia -lexema o prefijo-, y a la que quienes ahora piden ayuda durante años la han equiparado con lo más bajo de la sociedad y el desarrollo humano -machupichus, panchitos, sudacas, etc-, o debemos con orgullo construir una Latinoamericanarias unida en la que los pueblos y sus gentes sean la prioridad y en la que recuperemos los vínculos que en tan corto espacio de tiempo hemos perdido? ¿Queremos seguir siendo súbditos de una monarquía financiera que fija sus intereses en la piel de toro, o preferimos tejer lazos y redes entre iguales en los que seamos también los canarios quienes salgamos reforzados? En el fondo, americanos y canarios somos parte de una misma historia común: la de los pueblos saqueados, expoliados y condenados.