Quisiera sentir el orgullo de vivir en una tierra que avanza sostenida por la caricia firme del alisio, por la intensa savia solar, por la fuerza con la que rompen las olas sobre la recortada costa, o por el leve lametón con el que la salada corriente saluda a la arena, ya sea de una oscuridad volcánica o de un dorado recuerdo.
Quisiera mirar, de frente, con ojos llenos de franqueza, a la simiente que asalta el futuro y decirle, susurrando con mi voz el grito de todas las personas que anduvieron y amaron estas tierras, un grito que alcanza pinares y barrancos, que recorre playas y mares, que habita ciudades y cuevas: aquí está, cuídenla, su vida será la de ustedes, si ella muere, morirán, si ella vive, vivirán, igual nos pasó a nosotras.
Quisiera cerrar los ojos y escuchar el baño del sol, el diálogo del alisio entre los árboles, el golpe seco del sacho, la bailarina lluvia sobre las presas. Estar atento y oír la limpia vida que las empuja, que las recorre y que nos llama con voz tenue pero insistente.
Quisiera imaginar, a lo lejos, más allá del horizonte, del tiempo que vivimos, cerca del porvenir, un país libre de la aceitosa toxina putrefacta, de los requerimientos externos, de las imposiciones, de los mercados y los mercaderes. Imaginar un pueblo armonioso con sus elementos y sus gentes, un pueblo que mire al negro continente más que al blanco norte, que respete la entraña que camina, que elimine, por decreto, para siempre, el progreso que cargan las bestias mecánicas y rugientes que devoran laderas y paisajes.
Quisiera, entre todas, entre todos, agarrar con las manos la mentira y la media verdad, los egos enormes y las falsas modestias, el servilismo fiel y la independencia dependiente, la infinita avaricia y la entrega falaz, el mercantilismo cruel y las necesidades creadas. Cogerlas con fuerza y clavarlas, en medio de nada, visibles, para siempre, con un cartel de advertencia que diga: esta tierra no se vende.
Quisiera vivir en un país valiente, atrevido, lleno de mujeres y hombres que deciden. Que plantan cara. Que acaban con las rutinas y las inercia. Hombres y mujeres capaces de mantener las bolsas de pernicioso veneno intactas, herméticas, cerradas. Y que este gesto de libertad recorra el mundo entero, para que sepan, en todas partes, en cualquier esquina, que este archipiélago se enfrentó al demonio y venció, sostenido, siempre, por el sol, la lluvia y el viento.