Releer un libro es siempre una aventura. Crees saber qué te vas a encontrar y no siempre resulta ser el caso. Y esto es precisamente lo que me acaba de ocurrir con la relectura de El árbol de la ciencia, de Pío Baroja.
La primera vez que leí esta novela fue en la adolescencia. Se trataba de una lectura obligatoria del bachillerato. En esta etapa de mi vida apenas leí literatura canaria (La Lapa, de Ángel Guerra, y algunos poemas de Francisco Tarajano), pero sí que tuve que aprender de memoria listas de autores y obras españoles, que como representantes de la literatura con mayúsculas, merecían ocupar nuestras neuronas. No existía por aquella época, ni de lejos, la efímera experiencia de los contenidos canarios. Tocaba estudiar literatura española como si de mi tradición literaria se tratara. Cosas del centralismo y el descentramiento.
Pero la literatura tiene una semilla de rebeldía donde menos la esperas. Y la encontré en algunos libros. Entre ellos, El árbol de la ciencia.
De la primera lectura, recuerdo cómo me impactaron los diálogos filosóficos entre Andrés Hurtado y su tío Iturrioz. Al igual que otras lecturas de aquella época, un cuadro de impresiones fue lo que quedó en mi mente. Y de entre aquellas impresiones la que más profundamente me quedó grabada fue la de estas conversaciones filosóficas. Hasta el punto de que me pregunto ahora en qué medida su descubrimiento contribuyó a mi posterior interés por esta disciplina.
Aquella fue la primera lectura. Y, para variar, ese era el libro que pensaba iba a leer. Pero no fue así. Me encontré con un libro lleno de detalles que había olvidado (o en los que ni siquiera había reparado en la primera lectura, hace ahora más de veinte años), con una trama y una gama de personajes mucho más ricos de lo que yo siquiera sospechaba.
He de decir, que en la primera experiencia me pasaron desapercibidos fenómenos como, por ejemplo, el uso del laísmo por Pío Baroja. No deja de sorprenderme que un escritor de su talla confundiera dos categorías gramaticales como el acusativo y el dativo. Soy consciente de que ese problema está muy extendido en Madrid y alrededores. Pero no deja de parecerme una ironía que mis condiscípulos (y no pocos profesores) tuvieran siempre presto un comentario despectivo con respecto a una obra canaria por local o costumbrista, y que ninguno de nuestros profesores nos previniera durante el estudio de la obra con respecto a algo tan básico como la necesidad de evitar la confusión entre complemento directo e indirecto, por muy Pío Baroja que fuera el autor del texto. Pero ya se sabe, en Canarias lo que llega de Castilla está envuelto en un aura de corrección que no se aplica a nuestra cultura, tan local ella.
De esta experiencia hace ya más de veinte años, como decía.
En la segunda lectura (sin reminiscencias parlamentarias) descubro un Pío Baroja preocupado por el estado de enorme atraso científico y técnico en el que se encuentra sumida España: “Sin duda faltaban laboratorios, talleres para seguir el proceso evolutivo de una rama de la ciencia; sobraba también un poco de sol, un poco de ignorancia y bastante de la protección del Santo Padre, que generalmente es muy útil para el alma, pero muy perjudicial para la ciencia y para la industria” (El árbol de la ciencia, Pío Baroja. Alianza Editorial. Madrid, 1998. Pag. 239); preocupado también por las enormes desigualdades sociales que había en el Madrid de finales del XIX; y apasionado del debate filosófico. Todo esto ha hecho que mi lectura haya resultado en esta ocasión más completa y provechosa.
Pero he de decir que si algo me ha llamado la atención es el enfoque que muestra el autor de algunos de sus personajes principales sobre el tema de la raza. Las consideraciones raciales (y racistas) abundan en el libro. “El doctor Iturrioz, tío carnal de Andrés Hurtado, solía decir, probablemente de una manera arbitraria, que en España, desde el punto de vista moral, hay dos tipos: el tipo ibérico y el tipo semita. Al tipo ibérico asignaba el doctor las cualidades fuertes y guerreras de la raza; al tipo semita, las tendencias rapaces, de intriga y de comercio.” (op. Cita. Pag. 36). “Todo eso es lo que queda de moro y de judío en el español; el considerar a la mujer como una presa, la tendencia al engaño, a la mentira… Es la consecuencia de la impostura semítica; tenemos la religión semítica, tenemos sangre semita. De este fenómeno malsano, complicado con nuestra pobreza, nuestra ignorancia y nuestra vanidad, vienen todos los males.” (Pag. 221). Raza semita frente a raza ibérica, con clara ventaja de esta segunda en las cualidades morales. Corrupción moral del español por su componente moro y judío.
Vemos aquí como el antisemitismo que se convertiría en tragedia en los años 30 del siglo XX, era moneda corriente a principios del mismo siglo en España. El caldo de cultivo estaba creado.
Pero no se acaban aquí las menciones étnicas. También están las diferencias entre la “moral de chulo” del andaluz Antoñito Casares (pp. 64-65), el comportamiento del viajante de comercio catalán, que “no era tan petulante como la generalidad de sus paisanos del mismo oficio”, y los comentarios de Lulú, la mujer de Hurtado, que “tenían esa gracia madrileña ingenua y despierta”(pag. 240). No falta tampoco la mención a un viajero latinoamericano, del que se dice que grita “con (…) acento meloso y repulsivo (…)” (Pag. 149).
Si me choca leer estos pasajes racistas, no menos me choca el comprobar que un autor que han intentando hacer pasar por nuestro en Canarias (no olvidemos que cuando teníamos que aprender de memoria la vida y obras de la generación del 98, nos decían que esta era nuestra tradición literaria), muestra una vez más a las claras que Canarias no forma parte del imaginario colectivo español. Se habla de Madrid, se habla de los catalanes, de los andaluces… hasta de un señor latinoamericano con un acento particular (¿les suena de algo?), pero Canarias y los canarios no aparecen por ningún lado. Simplemente, no pertenecemos a su mundo; por mucho que hayan intentado convencernos de lo contrario. Por si alguien tiene aún alguna duda, recordemos cómo se caracterizan las cualidades morales positivas del español: como ibéricas. ¿Algo que ver con nosotros?
Claro que quizá algún lector se interrogue sobre la relación entre Pío Baroja y Canarias, si es que la hubo. Pues bien, sí que la hubo. No era, por tanto una cuestión de desconocimiento. Pío Baroja trató a Benito Pérez Galdós (a quien llamaba “maestro”). También, a través de este, mantuvo contactos en París con Nicolás Estévanez y con Fernando de León y Castillo. Ocasiones tuvo de reflexionar sobre el hipotético lugar de Canarias en la idea de España. Y no lo hizo. Y es normal que no lo hiciera. Sólo la mente de los canarios ha sido entrenada para hacer este ejercicio de malabarismo mental: colocar un archipiélago africano y atlántico en el centro de un ideal ibérico. ¡Ni Pinito del Oro en sus mejores tiempos!
Yo, por mi parte, no puedo estarle sino agradecido a Pío Baroja (a pesar de las imposiciones colonialistas del sistema educativo que sufrí; a pesar de los deslices racistas de algunas de sus opiniones). Él tuvo la valentía de exponer su visión del mundo y de tejer historias que ya a todos pertenecen: a españoles, a canarios y a todos los hablantes de esta común lengua española.