(Por Iván Suomi)
«Para muchos turistas jóvenes, [esto] parece ser un gran espacio donde divertirse»
«No estoy contra los turistas, simplemente preguntamos ¿[…] nos estamos convirtiendo en un simple parque de atracciones?»En principio me parece bien que venga tanta gente a visitarnos, pero tendría que haber más controles para que el dinero que traen no vaya a parar todo a los bolsillos de las empresas, sino que revierta más en el país».
Pocas veces he leído palabras tan lúcidas referidas a nuestra joya de la corona, el turismo, motor económico simpar y fuente de riquezas y parabienes sin tino. Cuando uno se muestra crítico con el teatrillo turístico, nunca faltan compatriotas que se escandalizan y piden moderación, no vaya a ser que con el poder de la mera palabra matemos a la gallina de los huevos de oro. Y sin embargo, ahí tienen en la cita del encabezamiento el tabú turístico expuesto: el archipiélago a disposición de jovencitos desmadrados, Canarias convertida no ya en parque de atracciones de cartón piedra sino incluso en geriátrico de Europa, las islas esquilmadas, destrozadas para engordar las cuentas de empresas extranjeras, mientras los canarios brincan de alegría porque les cae algún cisquillo que pueden aprovechar. Restos de un festín a nuestra costa, del que podemos limpiar los huesos y poco más.
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Si la cita con que comienzo el texto hubiera aparecido en los medios canarios, habría motivos para la esperanza, e incluso la alegría. Sería señal de que empieza a abrirse paso la cordura y comienzan a oírse voces que claman por un análisis de la industria turística y sus efectos más serio, profundo y comprometido, en lugar del constante y habitual guineo de si llegan más o menos visitantes, si más o menos camas turísticas, si tantos o cuantos empleos y demás cuentos de la lechera. Pero no. En Canarias todavía no hemos llegado al punto de madurez que permite plantear abiertamente que no es normal ser un extranjero en casa propia, o que el grueso de los beneficios de la explotación de las islas se marche a otros lares para nunca volver.
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Las declaraciones que cito las hicieron ciudadanos berlineses al diario británico The Guardian, aunque le cuadren perfectamente a Canarias. Berlín recibe unos 9 millones de turistas al año, y ya hay movimientos de protesta contra la banalización turística y sus consecuencias para la ciudad, o reclamaciones como la imposición de una tasa por cada noche de estancia (práctica por otro lado habitual en Francia, una de las principales potencias turísticas mundiales). No se trata de ponerse en contra del turismo, sino de gestionarlo de modo que se maximicen sus beneficios al tiempo que se minimizan sus efectos adversos, mucho más allá de las meras cifras. Aspectos como la mencionada banalización, la creación de auténticos guetos turísticos o las consecuencias psicológicas del turismo de masas en la población son sólo algunas de las numerosas facetas del negocio turístico que no aparecen reflejadas en los sesudos informes sobre el desarrollo del sector. Nos centramos en los efectos del turismo en la economía, cuando se trata de un fenómeno que excede con mucho los límites de lo puramente económico.
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Hace años que es hora de plantear en Canarias el debate que ahora ha surgido en Berlín.