El Departamento de Guyana y la Región de Martinica se han opuesto rotundamente al incremento de autonomía respecto de la República Francesa en sendos referenda celebrados el pasado domingo 10 de enero. En Guyana, el porcentaje de votantes que prefirió la permanencia del status quo actual ascendió a un 69’8 % mientras que en Martinica fue de un 78’9 %. Tal y como señala la noticia de Le Monde que hipervinculo, en realidad el voto fue en contra de un cambio del modelo vigente habida cuenta del absoluto desconocimiento acerca del “qué venía después”, vagamente expresado como promesa de redacción de una Ley Orgánica. Pesó indudablemente más lo conocido, especialmente cuando nada se sabía sobre la continuidad de los derechos sociales en una futura autonomía ampliada. Recordemos que en los pasados meses, la Región de Martinica conoció disturbios importantes que pudieron hacer presagiar un ansia secesionista que finalmente no fue tal.
No soy ningún especialista en la región. No es mi propósito aquí analizar en detalle los motivos que pudieran haber dado un resultado semejante en ambos territorios, como se sabe, Regiones Ultraperiféricas como Canarias, en la nada inocente terminología oficial europea. Me interesa ahora reflexionar algo más sobre el proceso, la vía,… que a pesar de que pudiera no estar exenta de la triquiñuela de presentar la opción autonomista como un “salto al abismo” frente a la seguridad de lo existente, me parece aceptable desde el punto de vista democrático. Incluso aunque uno pudiera pensar que el Estado francés ha logrado así aparcar un problema para las próximas décadas y que jamás tuvo la más mínima intención de incrementar la autonomía de Martinica y Guyana. Conjeturas aparte, cuando existe una probada voluntad popular de expresar libremente y en paz una opinión acerca del modelo de pertenencia a un Estado, o incluso la secesión de éste, corresponde al Estado vehicular tal demanda, de tal forma que se contribuya a desdramatizar unos conflictos que en otras latitudes han resultado tan sangrantes. Pienso ahora en la banda mafiosa ETA y el daño tan grande que ha hecho al nacionalismo vasco y a la sociedad vasca en su conjunto.
Québec, Groenlandia, Montenegro, las consultas municipales en Cataluña, acaso Escocia, … al margen de las particularidades específicas de cada caso, se me antoja evidente que las cuestiones nacionales no deben escapar de manera alguna a la lógica democrática de las mayorías expresadas libremente. Y como sucedió en el caso quebequés o montenegrino, deben ser mayorías suficientes, las que tomen la decisión en uno u otro sentido. Que un Estado ponga trabas a tal expresión deja en paños menores la calidad democrática de tal Estado. Que una minoría se crea en el derecho de sojuzgar a una mayoría –desde el extremo más dramático, como en el caso vasco, hasta el más estrafalario, como en el caso canario, donde hay quien, sin respaldo democrático alguno, insiste en hablar en nombre del pueblo canario ante las Naciones Unidas– es patético, en el sentido clásico del término. El nacionalismo, si quiere validarse como opción político-ideológica que opere en el seno de la sociedad en un sentido transformador, no puede aspirar a estar por encima de la democracia más simple. La ilegitimidad democrática es un callejón sin salida.