La semana pasada Josemi dio un campanazo al tocar uno de los temas clave en lo que es la identidad y el ser de toda persona o colectividad: la lengua y, más específicamente, la concepción que los hablantes tienen de ella. Como creo que el tema es capital y está lejos de haber quedado zanjado, les cuento cuáles son las conclusiones que extraigo del debate que se generó, para que ese mismo debate continúe.
Como punto de partida, queda claro que los canarios por lo general consideramos nuestra variedad lingüística, el español de Canarias, una modalidad inferior a otras variedades, cosa de magos y maúros. No es que no le tengamos cierto cariño, quién no se ha hincado algún sancocho con escaldón de gofio de millo en algún asadero cumbrero. Pero claro, cuando la situación comunicativa sale de la chuletada e implica formalidad o simplemente discurre por canales escritos, le damos de lado al español de Canarias, que sólo vale para asaderos y patios de vecinos, y nos disfrazamos de pulcros hablantes de la variedad castellana o estándar, que casi es lo mismo.
A todos nos han mareado con el guineo de que lo «correcto» (o sea, lo prestigioso), lo formal, es el español estándar, que está por encima de variedades y dialectos, y además es ideológicamente neutral. Pero quien esto escribe ya no se lo cree: el estándar no es más que la variedad castellana algo elaborada (por tanto no está por encima de variedades o dialectos, sino que procede de uno) y ha venido impuesto por el territorio que más poder fue amasando, Castilla, en su esfuerzo centralizador y castellanocentrista. Así, el castellano/estándar se impuso no por cuestiones de corrección lingüística, como algunos parecen pensar, sino por una mera cuestión de poder.
Que la superioridad de la norma castellana se asumiera en el pasado quizá fuera normal por los tiempos que corrían, pero que en pleno siglo XXI se considere una modalidad más correcta que otras es un atropello, a parte de una sandez. Los canarismos son creaciones de la lengua tan legítimas como las que más, ¿cómo no lo van a ser, si son producto del devenir de generaciones de canarios que expresaron así la realidad que les rodeaba? ¿Es que valemos menos como personas, para que también valgan menos nuestras creaciones?.
Sin embargo, el desprecio hacia nuestro español propio parece estar más vivo que nunca. Y no es raro, puesto que el nacionalismo centralista, lejos de democratizar la lengua, cuenta con dos poderosos instrumentos a su favor para imponer su variedad lingüística: los medios de comunicación y el sistema educativo.
Los primeros le dan trato de favor y la envuelven de un halo positivo, al tiempo que presentan las demás hablas como risibles, costumbristas, de ruralidad mal entendida, atrasadas. En la escuela, en lugar de limitarse a enseñar la norma estándar, se han hecho esfuerzos por castellanizar el léxico de los niños canarios e infundirles la convicción de que los canarismos son vergonzosos rusticismos, con el resultado, y tomo prestadas palabras de Marcial Morera, de que se avergüenzan de su cultura (y del modo de hablar de sus padres), se les despierta un miedo enfermizo a expresarse libre y espontáneamente, se obligan a usar palabras extrañas para expresar la realidad (con el consecuente extrañamiento de la misma) y por tanto encuentran dificultad para encontrar la palabra justa (de ahí los típicos titubeos de los canarios al expresarse en situaciones formales). Como consecuencia, los niños canarios se atrasan porque parte del tiempo en clase se va en erradicar las «palabrotas» canarias (lo que explicaría en parte el fracaso escolar), frente a alumnos de otras regiones que no tienen que someterse a esta purificación. Por si fuera poco, los niños terminan por reprimir en el habla de sus padres las expresiones propias que a su vez a ellos les «corrigió» el profesor.
Cierto es que me dejo por el camino bastantes elementos en un asunto tan complejo, pero lo que expongo explica a grandes rasgos incoherencias como el uso alambicado de «vosotros» en textos de hablantes de la norma canaria, o el frecuente entrecomillado de palabras nuestras, como si fueran de menor valía. La razón última es el desprecio inculcado en el canario hacia su modalidad expresiva. Desde aquí propongo una regeneración consciente del español de Canarias para que coloquemos, sin complejos, nuestra habla allá donde le corresponde estar, junto con todas las demás. Nunca por encima de ninguna, y jamás por debajo.