Descubro, mientras apuro un menú barato, que Manuel Padorno vivió durante sus años madrileños no demasiado lejos de donde yo vivo. Acaso se sentara en los mismos bancos que yo, comprara la prensa en el mismo kiosco que yo,… Cuenta Pepe Alemán que, cuando lo visitaba en Madrid, hasta que no oía el mar, no le dejaba ir a la cama. A través de los cristales de la cafetería yo sólo veo la gente pasar por una plaza supuestamente remozada. Más allá el cemento. No oigo el mar de ningún modo a pesar de llevarlo dentro. Sólo la tele de fondo me recuerda que se acercan las elecciones gallegas. “Éstos se gobiernan solos”, pienso, “Qué envidia”. Son también nómadas, a su manera, pero rompieron hace tiempo con esa indefinición contra la que luchó Padorno hasta el fin de sus días, que llevó consigo siempre, aún en esta ciudad acogedora e inhóspita al mismo tiempo, la luz atlántica y el sonido del mar que ahora apenas oigo.