
El arte, dado su carácter social, ha sido una de las manifestaciones que ha plasmado determinadas realidades de la historia de Canarias. El arte es síntesis, conocimiento, descubrimiento y revelación de los aspectos esenciales de la realidad, que se transmiten en forma de imágenes artísticas. Asimismo, el arte natural de los campesinos también forma parte de ese proceso histórico que ha ido configurando la identidad isleña: los objetos de uso tradicional que hicieron para utilizarlos en niveles de subsistencia (molinos, aperos de labranza, alfarería), deleite estético (jaulas, bordados, instrumentos musicales), marca de identidad (queseras, cuchillos) y reutilización (traperas), así como en la prolongación de estas artes en producción industrial seriada y manufacturada (henequén, pita, palma o paja).
En el presente artículo abordaremos precisamente cómo ha ido evolucionando, a través del arte, la identidad del indígena y del campesino canario, desde finales del siglo XIX hasta la actualidad. Ello implica tener en cuenta la propia evolución socioeconómica del Archipiélago, que sirvió de trasfondo a la construcción social de la identidad canaria. Dadas las limitaciones de espacio, tan solo podremos incidir en aquellos aspectos claves que han jalonado este recorrido de poco más de un siglo.
Del regionalismo al indigenismo
A finales del siglo XIX, el desfase de los artistas y de los movimientos artísticos de las Islas, con respecto a la evolución del arte internacional, e incluso en el ámbito del Estado español, era más que palpable (Hernández Sánchez, 2008). El ser isleño quedó por entonces plasmado en creaciones totalmente figurativas, centradas en el retrato, el paisaje y el costumbrismo, con ecos clasicistas, románticos e impresionistas. Algunas escenas campesinas de Ángel Romero Mateos (1875-1963), por ejemplo, muestran una visión idílica y conservadora de las tareas campesinas, al ensalzar las virtudes del trabajo agrícola, a partir de la «felicidad» que producen entre los campesinos, a la par que recupera la idea bíblica de la vida rural. En cierto sentido, la actitud satisfecha del campesinado responde a una imagen que satisface al ideal de «lo típico» entre la propia burguesía, en un contexto en el que el modelo de producción canario dependía precisamente de la exportación de tomates, plátanos y papas (Lemus, 2005). Esta peculiar mirada se aleja profundamente de la realidad, pues aún a principios del siglo XX la emigración de mano de obra agrícola canaria a países como Venezuela seguía siendo importante (Hernández González, 1992), dada la precariedad del mundo rural canario.
La frontera de clases (terratenientes y burguesía frente a proletariado rural) se define en el arte de esas fechas a partir de una identidad idealizada y, tal y como ha señalado Ángeles Abad (2001), a partir de la diferenciación: las clases dominantes reafirman su identidad en la medida en que se diferencian de la imagen del pueblo, que cuelga en sus salones. La ideología positiva de estas clases pudientes idealiza las relaciones del pueblo con el medio social y con el trabajo que realiza. No interesaba una investigación seria sobre las prácticas culturales del pueblo ni sobre su entorno ambiental, de ahí que se desarrollara un folclorismo tópico (Castro, 1976).
Paradójicamente, esta imagen instrumentalista del campesinado canario se ha convertido en la encarnación de lo canario. «El campesino concentra buena parte del imaginario insular, desde ser visto como la viva expresión del primigenio vínculo con la tierra, a su consideración como depositario de las auténticas costumbres y tradiciones» (Estévez, 2011), y descendiente del indígena canario.
En síntesis, la oligarquía regionalista impuso en el arte canario sus códigos éticos y estéticos, interesándose por un pasado tradicional, por los hombres y mujeres que lo habitan, al parecer sin esfuerzo y sin conflictos. La identidad canaria regionalista, por tanto, fue claramente una identidad de clase. En el caso particular de la mirada sobre el mundo indígena canario, ¿cómo se produjo esa construcción identitaria desde el arte? ¿Se desarrolló también una imagen instrumentalizada? ¿Comprendieron los artistas canarios la significación y el alcance del mundo pretérito que reinterpretaban?
-La Escuela Luján Pérez y la identidad indigenista… ¿punto de inflexión?
La identidad indigenista desarrollada en Canarias desde principios del siglo XX presenta unos problemas de fondo similares a los observados entre los artistas regionalistas precedentes y su peculiar visión del campesino canario. La Escuela Luján Pérez, creada en 1917 en Las Palmas de Gran Canaria por Domingo Doreste, supuso, sin embargo, la irrupción del arte de vanguardia en Canarias y una nueva forma de ver al campesino canario, a partir de otras motivaciones ideológicas. La dureza del suelo, del clima y del trabajo, se vio reflejada por vez primera en las obras de sus alumnos.
De forma paralela, la Escuela propició la revitalización estética de la cultura indígena canaria. Los artistas que allí se formaron frecuentaron El Museo Canario, estudiaron las piezas cerámicas, las pintaderas, las momias y llevaron a cabo excursiones a diversos yacimientos de Gran Canaria, especialmente a los rupestres, como el de Balos (Agüimes), uno de los enclaves por entonces más conocido por la intelectualidad del referido museo, y con mayor presencia en la literatura arqueológica de esos años (Farrujia, 2014). El resultado fue la incorporación al arte de los elementos culturales indígenas a los que tuvieron acceso, en un momento histórico en el que la vanguardia europea ya estaba empezando a mirar hacia el arte primitivo (Santana, 1976; Abad, 2001). Asimismo, el núcleo de la Escuela Luján Pérez propició que esta temática indigenista calara posteriormente en la plástica de otros artistas canarios.
Es importante resaltar que nuestro indigenismo artístico tuvo un nacimiento temprano, si lo comparamos, por ejemplo, con las famosas escuelas de pintura al aire libre mexicanas, o con el muralismo indigenista mexicano, el de las grandes creaciones de Diego Rivera (1886-1957) y José Clemente Orozco (1883-1949), que fueron posteriores en su iniciación. Y ello a pesar de que el descubrimiento de las raíces indígenas resultaba más asequible en países como Colombia, Ecuador, Perú, Guatemala y México, «donde se habían conservado en buen estado y en gran número los monumentos y las obras de la etapa indígena» (Rodríguez, 1967). Por el contrario, en Canarias, a principios del siglo XX, la arqueología de campo había alcanzado poco desarrollo y no fue hasta la década de los cincuenta cuando empezó a ser fructífera la labor desarrollada por las denominadas Comisarías Provinciales de Excavaciones Arqueológicas, con sede en Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria (Farrujia, 2014).
El rescate de «lo indígena», en este sentido, fue necesariamente parcial en Canarias y, además, se centró en los valores estéticos. El artista canario desarrolló inicialmente una lectura basada en el pasado indígena de Gran Canaria, es decir, se singularizó y concretó el indigenismo a partir de la mirada al pasado de una sola isla del archipiélago canario. Gran Canaria era por entonces la más conocida arqueológicamente, y sede, además, de la Escuela Luján Pérez y de El Museo Canario. Esto tuvo una clara repercusión: manifestaciones insulares pasaron a tener valor regional en el ideario artístico y colectivo, convirtiéndose en imágenes genuinas del indigenismo a escala archipielágica[1]. Del mismo modo, se recuperó la estética indígena, pero sin comprenderse la significación cultural de los motivos que se incorporaban a la obra. Las decoraciones geométricas de las cerámicas o los motivos rupestres pasaron a formar parte de un lenguaje plástico, ornamental, carente de significado. Es decir, se acható y simplificó la profundidad cultural y la diversidad insular de unas creaciones culturales milenarias. Se desarrolló un indigenismo tópico[2].
Muchos artistas plásticos canarios incorporaron en sus obras, desde entonces, alusiones al mundo indígena. En cierto sentido, esta práctica posibilitó la permanencia de un lenguaje plástico indigenista, si bien es cierto que fueron muy pocos los artistas que abordaron la temática del indígena directamente, desde la antropología. Es decir, la aproximación se llevó a cabo a partir de cauces artísticos, vanguardistas, que no incidieron en la objetivación de la cultura indígena. Este proceder propició, entre otros aspectos, que las manifestaciones rupestres indígenas pasaran a ser interpretadas, incluso por algunos arqueólogos isleños, bajo el prisma del «arte». Pero, ¿las originarias manifestaciones rupestres canarias eran artísticas? Obviamente, estas manifestaciones reflejan la capacidad intelectual de sociedades pretéritas para abstraer y representar su realidad, sus vivencias, pensamientos y creencias. Por tanto, su denominación como «arte» no significa que se trate de objetos artísticos en los términos y con las finalidades con que hoy los entendemos desde nuestra cultura occidental. Hablar de «arte» implicaría, forzosamente, conceder a estas manifestaciones un sentido que no necesariamente coincide con el que le otorgaron sus ejecutores. En este sentido, tal y como la arqueología canaria ha puesto de manifiesto, los grabados y pinturas rupestres poco tienen que ver con motivaciones artísticas. Responden a otros mecanismos de variada significación, al igual que sucede en otros contextos del planeta con «arte» parietal o rupestre (Tejera et al., 2008; Farrujia, 2016).
En cierta manera, por consiguiente, el indigenismo canario contribuyó a europeizar el legado indígena, pues ofreció evidencias artísticas con una profundidad histórica similar a la constatada en las vanguardias europeas que recuperaron el arte primitivo, si bien en nuestro caso ese «arte» era claramente precolonial y con raíces africanas. En esta línea plástica podemos insertar algunas obras de artistas como Óscar Domínguez (1906-1957)[3], José Aguiar (1875-1976)[4] o Manolo Millares (1926-1972), quien entre 1951 y 1956 desarrolló su serie de pictografías geométricas, inspiradas en los emblemas por entonces conocidos de la cultura indígena: eminentemente los motivos geométricos de las cerámicas pintadas (soliformes, ajedrezados, triángulos), y de las pintaderas de El Museo Canario.
El mundo funerario indígena también fue un elemento definidor de buena parte de la producción plástica de Millares, a través de sus arpilleras rotas, agujereadas, toscas, con las que recuperó la estética de las pieles que envuelven los cadáveres mirlados de los indígenas expuestos en El Museo Canario[5]. En ellas incorporó colores elementales, el blanco, rojo y negro, es decir, los tonos empleados para decorar la Cueva Pintada de Gáldar, un yacimiento que se convirtió, junto al de Balos y junto a las cerámicas pintadas y las pintaderas de El Museo Canario, en los grandes iconos de la plástica indigenista del siglo XX.
El artista grancanario José Dámaso (1933-) también incidiría en el mundo funerario indígena como recurso plástico, por influencia de Millares, pero reinterpretándolo a partir de una mirada neobarroca, tal y como pone de manifiesto en su obra «Sudario del 2001» (1974). Asimismo, Dámaso se encargaría de poner rostro y cuerpo a los indígenas canarios con su serie «Héroes Atlánticos», en la que incide en el tema de la muerte a partir de cánones de belleza clásicos y de la representación de siete héroes muertos para siete islas sometidas.
En la obra de Martín Chirino (1925-), otro de los motivos geométricos presentes en los yacimientos rupestres canarios, la espiral, se acabaría convirtiendo en su leitmotiv, en la alegoría de toda su carrera. La espiral fue el resultado de su reflexión sobre la iconografía y el legado cultural de los indígenas canarios, que entronca con la universalidad, con la memoria colectiva, pues la espiral también es uno de los motivos más comunes en el mundo rupestre, desde el Neolítico, en numerosos rincones del planeta (Gillette et al., 2013)[6]. Desde un punto de vista regional, con la espiral de Chirino se recuperaba una iconografía especialmente abundante en el mundo rupestre de La Palma, no así en Gran Canaria y en el resto del Archipiélago. Pero, además, se ponía de manifiesto la vocación atlántica de la cultura precolonial isleña, pues durante buena parte del siglo XX, los investigadores canarios emparentaron estos motivos con los documentados en el ámbito luso y bretón europeo, no siendo hasta la década de los noventa cuando se empezaron a valorar sus paralelos culturales norteafricanos (Farrujia, 2014). En este sentido, quizás haya más africanismo latente en las geometrías, damas y reinas de Chirino, y en la poética que emana de obras como «Cabeza. Crónica del siglo XX. Gran cabeza africana» (1986)[7].
Identidades introspectivas: hacia la arcadia global
En el siglo XX, la lectura indigenista del arte, la búsqueda de las raíces antropológicas comunes, posibilitaron la interpretación de la población local viva, del tipo canario, para definir al ser isleño. Aparecen así plasmadas, en numerosos cuadros, figuras humanas con cabezas de cráneo robusto, pómulos y mandíbulas marcados, labios carnosos, ojos oscuros y rasgados, que reflejan cierto mutismo y pasividad. Así lo ponen de manifiesto las mujeres pintadas por Felo Monzón (1910-1989), o algunos retratos, también de mujeres, de José Aguiar y Santiago Santana (1909-1996), en los que los rostros femeninos, con pañuelo en sus cabezas, destilan fortaleza y ciertos ecos del matriarcado insular indígena. En cierto sentido, estas obras reflejan la imagen mental del indígena, del esquema de la canariedad étnica enmarcada en un lenguaje universal de volúmenes puros.
Otros artistas más próximos en el tiempo, caso de Idaira del Castillo (1985-) o de Antonio Mesa Bencomo (1980-), entre otros, han ido añadiendo a esta tipología física ciertos rasgos que marcan la diferencia de posicionamiento social, ideológico y estético, propiciando el alejamiento del tipo insular y del inherente costumbrismo e indigenismo. Esta línea más introspectiva, sin planteamientos estéticos unificados, pero a la vez más relacionada con las vanguardias, nos ofrece a un ser isleño sin intención de realismo y con rasgos que no necesariamente se pueden extrapolar al grupo étnico insular. Se asiste, en síntesis, al desarrollo de un arquetipo de modernidad.
Esta nueva mirada hacia la canariedad se ha ido fraguando de forma paralela al desarrollo del binomio turismo-construcción, que ha acelerado la tendencia expansiva de la economía, y atraído fuerza de trabajo inmigrante, y también, de forma paralela a la posterior contracción de ese mismo binomio. Es decir, buena parte de la redefinición del ser isleño en el arte canario se materializó en un contexto propicio para el mestizaje y la interculturalidad, pero también a partir del propio tránsito de los artistas canarios hacia otros espacios geográficos, en busca de oportunidades y proyección.
Este patrimonio artístico y también nuestro patrimonio cultural, en sentido más amplio, se han mostrado al público local y, a su vez, al turista, que ha «empujado» a construir ese patrimonio que ofrecemos. Es decir, parafraseando a Fernando Estévez (2011: 167), «el patrimonio utilizado como recurso turístico no consiste tanto en dar a conocer a los turistas los rasgos identitarios locales como en adaptarlos a sus expectativas», algo que acontece, hoy en día, en el contexto de la globalización. En este sentido, la pervivencia de alguna de las artes populares de las Islas Canarias —tras el desgaste, el desinterés por conservarlas y la reciente suplantación industrial—, se sustenta casi en exclusiva en el consumismo turístico y decorativista, más que por la supervivencia inmanente de la tradición[8]. Así como la cultura indígena pasó a ser objeto de estudio por parte de arqueólogos e investigadores, especialmente a partir del siglo XIX, las formas artísticas auxiliares en la vida rural de las islas están abocadas a convertirse en material de antropólogos y buscadores de vestigios. Ya atraviesan, de hecho, por un profundo proceso de desnaturalización, pues asistimos, en pleno siglo XXI, a la búsqueda de elementos antiguos de decoración y «ambiente canario» para tascas, apartamentos y «rincones típicos».
En suma, el campesino y el indígena canario han sido los más notorios arquetipos del canario, los principales resortes de la identidad del isleño. Pero «la elaboración histórica de esta imagen idealizada de las gentes, de la vida rural y precolonial y de la iconografía indígena es de una clara naturaleza política y no el resultado de una decantación secular de una supuesta esencia de lo canario (Estévez, 2011; Farrujia, 2017)[9]. A esta construcción ha contribuido de manera excepcional la intelectualidad canaria, desde los artistas a los científicos sociales. Y es en este punto donde, de cara a una interpretación más reflexiva de los procesos identitarios en Canarias, no deberíamos perder de vista el alcance ideológico-político y cultural de haber convertido a los indígenas y campesinos en un privilegiado objeto de estudio para las ciencias sociales». Campesinos e indígenas han legitimado identidades políticas y la inherente soberanía territorial.
En un marco como el canario es necesario, en este sentido, desarrollar fuerzas culturales democráticas, reivindicar la diversidad y no el pensamiento único, para que eso que entendemos por canariedad refleje, en plenitud, la esencia de lo que queremos y deseamos ser.
Bibliografía
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[1] Esta visión estereotipada también quedó recogida en el «Manifiesto de El Hierro» (1976), encabezado por Martín Chirino y firmado por setenta profesionales de la cultura canaria, pues en él se reivindicó la cultura autóctona canaria, a partir de elementos arqueológicos como «la pintadera», un artefacto que se ha documentado solo en la isla de Gran Canaria. Asimismo, la elección de este referente plástico responde a un criterio selectivo, subjetivo y, por tanto, entronca con el proceder de otros artistas canarios que eligieron como elementos de la canariedad el paisaje volcánico, la flora autóctona, etc. En cualquier caso, el manifiesto pone de relieve la influencia del mundo indígena en las manifestaciones artísticas de entonces, en la idea de canariedad, a pesar de que el eco del manifiesto tuviese poca repercusión práctica. Puede consultarse el manifiesto en su versión publicada en prensa en el Diario de Avisos («Manifiesto en Canarias», 7 de septiembre de 1976, p. 23).
[2] En este sentido hay que entender la opinión de Eduardo Westerdahl (1980: 15), al señalar que «este modo de hacer arte no quería dar nombre a las cosas, sino tomar de ellas sus formas o colores, volviéndose la espalda a lo que representaban. Era lo que se llamó y se llama abstracción».
[3] «Cueva de guanches» (1935). Óleo sobre lienzo. 82 x 60 cm.
[4] Murales del Salón Noble del Cabildo Insular de Tenerife (1960).
[5] Sirve como ejemplo «Homúnculo» (ca. 1960). Técnica mixta. 50 x 65 cm. Las arpilleras también tuvieron en Millares la significación de protesta social ante la opresión y la miseria intelectual en la España de posguerra.
[6] Tal y como se recogía en el «Manifiesto de El Hierro», «nuestra universalidad se fundamenta en nuestro primitivismo».
[7] Una visión sobre la incidencia de la estética indígena en el arte canario puede consultarse en el último capítulo del volumen Las manifestaciones artísticas prehispánicas y su huella (Tejera et al., 2008).
[8] Esta realidad ha sido paralela, desde la década de los setenta, al retroceso creciente del sistema campesino de producción y trabajo en el archipiélago canario, al proceso de rápida desruralización y de polarización masiva en áreas urbanas, y al desarrollismo consumista (Sánchez, 1976).
[9] Tal y como ya señaló Juan Rodríguez Doreste (1967:13), al analizar el indigenismo en el arte canario, «abundan las lecturas que avalan los nacientes sentidos autonomistas».