
Publicado originalmente el 23 de octubre de 2015
Los símbolos nos vinieron dados. Desde la escuela, los medios de comunicación y nuestro propio entorno, nos decían qué era lo que nos representaba. La simbología fue inoculada con tanto empeño que llegamos a negarnos, a invisibilizarnos, a ridiculizarnos. La bandera española era la del orden. Era ajena pero segura, como posiblemente la concebían en el Sáhara Occidental en los años 70. La canaria, con perros incluidos, denotaba en mi juventud a visitas institucionales al instituto. Recuerdo en mi época de la ESO una visita de Manuel Hermoso y Paco Santiago al instituto. Lo que más me llamó la atención fueron los grandes coches, sus maqueados trajes y la bandera, la de los perros. Tanta formalidad, distante con la gente, abrumaba mi mentalidad adolescente que aspiraba a la rebeldía. Me sigue abrumando, dicho sea de paso.
Nos fijamos en aquellos carteles, aquellas pintadas en las que aparecía una bandera. Parecía la canaria, pero no iba en coches oficiales. El azul era más suave, casi celeste y en medio habían siete estrellas. ¿Qué bandera es esa que firman dos personas llamadas FREPIC y AWAÑAC en todos lados? A veces acompañaban la pintada con la frase «independencia». ¿Independencia de qué? Hasta que llegó un día, el día. La bandera aparecía camuflaba, casi invisible, en una pegatina, un llavero, la viste en una fiesta. «Esa es la bandera de Cubillo, esos tíos están locos», escuchaste en esa fiesta. El muchacho barbudo que la portaba debía estar bastante loco. La ondeaba con esmero y algunos lo seguían. Se había convertido en el alma de la fiesta.
Fuimos creciendo y la viste ocultar. Ya sabíamos que era la bandera canaria, la de las siete estrellas verdes, la de «ay mamá, bandera tricolor», la bandera irracional, la que tomaba la gente cuando festejaba, cuando reivindicaba. Pero estaba sometida al silencio, a la intolerancia, a la incomprensión. Podía ser que un policía se excediera en sus funciones y la arrebatara, podía ser que alguien, anclado en el franquismo más irracional, afeara la actitud de portarla. Un símbolo prohibido, sometido a la espiral del silencio, ¿cómo era posible eso en plena democracia? Pero claro, crecimos sabiendo que eso reivindicaba la nación canaria y eso era malo, malísimo, el único nacionalismo aceptado era el español. «Como sigan haciéndole concesiones a los nacionalistas, ‘aquí’ pasará lo mismo que en Yusgolavia», afirmó ufano un profesor en clase. Hablamos del año 96 aproximadamente, pero el discurso no ha cambiado. Claro, pero empezamos a pensar. El partido que gobierna Canarias es nacionalista, pero tiene otra bandera, ¿cómo pueden haber dos banderas canarias? Si son nacionalistas, ¿por que no llevan la de colores suaves?
Llegó el siglo XXI y algo pareció cambiar. Los que llegaban en coches oficiales empezaron a ponerla en su despacho, los partidos, mejor dicho, el partido que había gobernado Canarias la abrazó en un solemne congreso. En la Universidad nos dimos cuenta de lo que ese símbolo significaba. Unos lo tomaron, sí, pero solo para las campañas electorales. Otros, algunos muy de izquierdas, muy progres, muy rojos, lo repudiaron, lo perseguían, «ese no es internacionalista», decían. Nos paramos a pensar: Salvador Allende portó una bandera y por defender los valores de la misma fue asesinado, igual defender a la nación no es tan malo como dicen algunos. Volvimos a preguntarnos, por encima de discusiones estériles: «si un símbolo levanta tantas ampollas, si una bandera es rechazada y perseguida desde ámbitos tan variados, por algo será». Miramos un mapa y nos dimos cuenta que los que habían llamado ‘separatista’ a quiénes llevaban la enseña, no lo habían visto en la vida. El mapa, quiero decir. Es difícil separarse de lo que nunca se ha estado unido.
Lo decía hace unas semanas; sí, señores universalistas, las banderas son trapos, la mayoría ‘made in China’. Pero si todas son iguales, ¿cómo es posible que la que nos habían dicho que era la nuestra sea casi la bandera del deporte, la aceptada, la de los goles de Villa, los primeros puestos de Alonso y los torneos de Nadal? ¿Por qué las personas que portan el símbolo prohibido pueden ser agredidas en la calle? ¿Por qué razón levanta ampollas, todavía hoy, que un Consejero la porte en su despacho, un Ayuntamiento o un Cabildo la cuelgue un 22 de octubre o un futbolista la use para celebrar un título? ‘Made in China’ señores, todas son iguales, ¿no es así?
Ahora la bandera canaria, la de las siete estrellas verdes, es mucho más que el símbolo de la nación canaria. Es la lucha por la defensa del territorio, es un símbolo de identidad, de resistencia en medio de andaluzas fiestas organizadas por ‘nacionalistas’. Dicho sea de paso, también es el símbolo que partidos como Nueva Canarias usan para sus campañas electorales pero que después rechazan en las instituciones, es la bandera que partidos centralistas como Podemos usan para ganar votos. Y digo yo, si una bandera da votos, ¿no es porque es popular y reconocible?
Ayer fue el 51 aniversario de la bandera canaria. Una enseña cada vez más generalizada, más asentada, menos invisible. La sacaron en el Cabildo de Lanzarote, en Teguise, en el Ayuntamiento de Telde (al final la izada fue suspendida por el mal tiempo), en varios homenajes que llegarán al fin de semana. Para llegar a este punto muchos tuvieron que pelear por sus ideales, varios fueron reprimidos, golpeados y perseguidos. Como todas las banderas insurrectas, ni más ni menos. «Hoy mi deber era cantarle a la patria, alzar la bandera, sumarme a la plaza», cantó Silvio Rodríguez. Hoy mi deber en Tamaimos era recordar a aquellos que nos la trajeron impoluta, hasta hoy, bordada en humildes casas para simbolizar a esta tierra. No importa que hoy vengan de China, seguirán portándola aquellos que la consideran símbolo de defensa de las islas y la seguirán rechazando los que se quedaron anclados en otras épocas, oscuras y sobre todo grises.