
En un excelente artículo titulado La Junta y la negación, publicado en la edición de 80grados del 5 de agosto de 2016, el compañero José (Tato) Rivera Santana menciona la necesidad de que los profesionales y expertos de la conducta humana actualicen sus estudios con relación a ciertas particularidades presentes en el comportamiento colonizado de nuestro pueblo, particularmente el aspecto relativo a la negación de la realidad sobre nuestra condición colonial. Dicha invitación de Rivera Santana me mueve a reaccionar, aunque advierto que mi conocimiento de las ciencias que estudian el comportamiento humano es muy limitado, diría que ínfimo. Conozco casi nada sobre psiquiatría y ni siquiera tomé el curso básico de psicología cuando cursé mis estudios de bachillerato. No obstante, puedo decir que he estudiado con dedicación los clásicos escritos por expertos en torno a las características que definen la mentalidad y rasgos de carácter de las personas colonizadas.
Como se desprende del artículo de Rivera Santana, los estudiosos del tema afirman que dada la compleja madeja de relaciones sociales de opresión y deshumanización en que nos desarrollamos y desenvolvemos cotidianamente quienes vivimos en sociedades subordinadas política, económica y culturalmente al dominio e imposición de un orden ajeno de explotación; los colonizados solemos sufrir de complejos de inferioridad, sentido de impotencia y de un alto grado de auto-desprecio maridado con nuestra fascinación con todo aquello que identificamos como que define a nuestros colonizadores. Esos rasgos de carácter no son la causa, sino consecuencia del sistema colonial, que se vale de enseñarlos y reproducirlos para mantener su régimen de opresión. Así, las personas colonizadas crecemos y nos criamos en sociedades donde sistemáticamente se nos niega el reconocimiento de nuestra adultez o capacidad plena como pueblo, por lo que nos formamos políticamente irresponsables (pues nunca hemos tenido realmente la facultad ni la responsabilidad real de autogobernarnos), económicamente dependientes (pues “necesitamos” del financiamiento, la tecnología y la iniciativa de quienes nos dominan) y psicológicamente sumisos (pues el colonizador es demasiado poderoso como para enfrentarlo).
Hasta ahí todo me hace perfecto sentido cuando lo aplico a mis experiencias de vida en esta colonia estadounidense, pues consistentemente compruebo la presencia de rasgos y conductas compatibles con dichas descripciones en mi propio comportamiento, así como en el de las distintas personas con quienes me relaciono a diario. No obstante, lo que reiteradamente me desconcierta es percibir cómo en el caso de nosotros los y las puertorriqueñas, esas características clásicas de la personalidad del colonizado que son el complejo de inferioridad y el auto-desprecio, subsisten armoniosamente con actitudes que, al extremo opuesto del espectro, llegan a rayar en delirios de grandeza.
Y es que no deja de asombrar la manera en que por momentos profesamos apasionadamente nuestro “atesoramiento” de la ciudadanía estadounidense (pues ¿qué nos haríamos sin ella?), para luego exhibir una puertorriqueñidad descontrolada que excede los límites del productivo auténtico orgullo patrio. ¿Cómo es que con cada nueva interacción diaria, imperceptiblemente transitamos de ser El Boricuazo a convertirnos en Don Eleuterio, y viceversa, con absoluta naturalidad? Mientras con pasmosa pasividad aceptamos ser gobernados por una Junta Federal de Control Fiscal “pues nos la merecemos por corruptos e irresponsables”; pobre de cualquiera que nos escatime que los Boris somos la madre que nos parió, la Ostia Santa, la changa en bicicleta: la Isla Estrella. No queremos mudarnos a Orlando o Hartford porque “aquello se dañó pues está lleno de puertorriqueños”, pero igual acabamos viviendo en esos mismos lugares asumiendo nuestra puertorriqueñidad como si se tratara de una navaja en el bolsillo. Quisiera que alguien me explique cómo es que podemos ser colonizados, y a la vez colectivamente demostrar egos narcisistas, permeados en demasiadas ocasiones del más burdo chauvinismo y la xenofobia. Esa manifestación bipolar de nuestra particular personalidad colonizada, me parece embriagante.
En una reciente reflexión, Eduardo Lalo, sin duda uno de nuestros intelectuales más cabales y valientes, se refirió a la existencia entre nosotros de personas puertorriqueñas y de personas impuertorriqueñas. Los primeros entendidos como aquellos quienes asumen y reconocen la importancia del vínculo particular existente entre sus vidas y el lugar en que estas se desenvuelven; mientras que los impuertorriqueños serían aquellos de entre nosotros que reniegan de las circunstancias de la vida que les ha tocado, de las cuales pretenden escapar por vía de efectuar una desconexión fantasiosa con respecto de la comunidad en la que habitan. Mi desconcierto surge de la observación de cómo esa segmentación parece existir permanentemente al interior de cada uno de nosotros. Consistentemente observo cómo dentro de muchos de nosotros conviven y luchan un puertorriqueño con un impuertorriqueño, cada cual manifestándose zigzagueantemente con distinta intensidad (incluso a los extremos más caricaturescos), dependiendo de las circunstancias de cada momento. De la oscilación en ese péndulo existencial sobre nuestras afinidades puertorriqueñas no pienso que estemos exentos ni los más comecandelas de los patriotas, ni los más boquiabajos de los pitiyanquis.
Estimo que en muy pocos contextos esa bipolaridad que fluctúa entre los extremos del auto-desprecio y el patrioterismo se manifiesta tan evidentemente como en el de nuestra lucha fratricida en torno a las preferencias de cada cual sobre el tipo de relación política que se deseamos con Estados Unidos. Lo anterior se comprueba cuando consideramos el hecho de que por décadas ese debate se ha caracterizado por carecer del elemento fundamental del reconocimiento del otro. No hay duda de que Estados Unidos es la metrópolis imperial que ostenta todos los poderes y facultades jurídicas sobre Puerto Rico y que, en función de ello, controla a su favor nuestra economía y vida en sociedad. No obstante, nosotros reiteradamente tratamos el asunto del status político como si los objetivos de Estados Unidos no contaran. Son nuestros deseos, preferencias e intereses las que debatimos ad nauseam en cada ocasión en la que se nos presenta la oportunidad de dar nuestra opinión al respecto. Los deseos, preferencias e intereses del otro (que no es uno cualquiera, sino el imperio que violentamente ejerce su hegemonía sobre el planeta), sistemáticamente los dejamos fuera de la discusión. Ese tipo de conducta me parece demostrativa de una característica colectiva que trasciende la mera negación de colonialismo, llegando al punto de constituir una personalidad narcisista disociada de la realidad, que fantasea con que pueda ser la colonia la que se aproveche del imperio, y no al contrario. ¿Cómo explicar sino el que los puertorriqueños hayamos inventado conceptos tales como “imperialismo bobo”, “estadidad jíbara” o “lo mejor de los dos mundos”?
El problema es que por más que Estados Unidos nos desprecia, esforzándose en estrujarnos en la cara que nunca hemos sido otra cosa más que una cruda colonia, y que siempre serán sus intereses imperiales y no ningunos otros los que en todo momento habrán de garantizar con sus acciones; aquí nos seguimos haciendo de oídos sordos, albergando quimeras sobre el supuesto cariño especial que los estadounidenses sienten hacia nosotros. Estados Unidos, que deporta soldados de origen mexicano que le sirvieron en Afganistán y en donde sistemáticamente las fuerzas del orden asesinan a jóvenes afroamericanos sin causa alguna, resulta que a los puertorriqueños sí que nos quiere, porque nosotros somos otra cosa. Somos “chulería en pote”, como diría mi abuela.
Para mayor muestra, tomémonos un segundo para analizar el nuevo discurso del Partido Popular Democrático. Estos proponen dejar de ser colonia, colocando a Puerto Rico fuera de la cláusula territorial, y a la vez conseguir para los residentes de la isla el derecho a votar para elegir el Presidente de Estados Unidos. Es decir, alegan que quieren erradicar de la relación política con la metrópolis cualquier vestigio de colonialismo que implique un derecho de Estados Unidos de gobernar sobre Puerto Rico a su antojo, pero al mismo tiempo quieren elegirle el Presidente a esa nación que no podrá mandar sobre nosotros. Continuamos así, viviendo en un estado crónico de bipolaridad en el cual mientras por un lado nuestro complejo de inferioridad nos dice que sin el americano no podemos vivir, nuestro narcisismo nos compele a seguir soñando con la irrealidad de que el imperio obvie sus propios intereses en función de nuestra conveniencia y antojos. ¡Dios nos coja confesa’os!
* Artículo firmado por Rubén Colón Morales en la revista 80 grados. El texto está protegida por una licencia Creative Commons.