
Había que encontrar un trabajo alimenticio como fuera. De lo que fuera. Unos paisanos laguneros me encaminaron al Canary Wharf, casualmente, y allí encontré en seguida lo que andaba buscando. En los descansos me sentaba no lejos de donde llegaban los plátanos y tomates que los ingleses plantaban en Canarias. Bueno, los plantábamos, recogíamos y empaquetábamos nosotros pero eran de ellos y ellos, sobre todo, se los comían. Por la época de mis andanzas londinenses hacía tiempo que Canarias había perdido aquel mercado. Los plátanos ya venían de las West Indies, Centroamérica y otros sitios de la periferia capitalista a los cuales había sido asignada la producción de fruta en la división internacional del trabajo, mientras a nosotros nos especializaban en gran parque temático vacacional para británicos y otros europeos. Tras alguna conexión en metro, enganchaba con el London Light Railway y me iba a Greenwich (pronúnciese “grenich” o “grinich”, que es lo único bien que ha hecho Soria durante su mandato, aunque la gente, atrevida, se descojonó). Me bajaba antes, en Isle of Dogs, y atravesaba aquel túnel subfluvial que cruzaba bajo el Támesis para llegar a aquel bonito pueblo con antiguas reminiscencias pesqueras. Allí estaba el Cutty Sark, que en aquella época todavía no había ardido, como suele suceder con tantas cosas en Londres, empezando por la propia ciudad. Era un clipper, de esos que usaban los ingleses para traer el té de la China. No deja de ser curioso que el producto más inglés de todos los productos ingleses no se cultive en suelo inglés. A no ser que, como el poema del soldado, que escribiera Rupert Brooke, y fuera tan admirado por Domingo Rivero y luego los jóvenes Tomás, Alonso y Saulo, ese pedazo de suelo sea por siempre inglés. Allí mismo también está el Royal Observatory, con sus medidas imperiales. No lejos de allí se veló el cuerpo de Nelson, tras la batalla de Trafalgar, al que como todos sabemos le faltaba un brazo, no por ningún ejército español, que en aquella época ni estaba, ni se le esperaba, sino por el valor y acierto de los ciudadanos tinerfeños, con la ayuda del cañón Tigre. Aunque tampoco hubiera sido un problema dejarlo entrar y quedarse… No mucho después, los ingleses descubrieron que no hacía falta poner la Union Jack en Capitanía para que estas islas también fueran, económicamente, suyas. Y aquí es donde volvemos a enredarnos con Alonso, los plátanos y las huellas de un pasado, que como todos los pasados, se fue para quedarse.