
O quizá habría que decir que ya estamos en plena guerra fría. Aunque esta última afirmación me parece algo exagerada. Hay elementos, en todo caso, que hacen pensar que nos encontramos ante una de esas trampas que a veces nos tiende la historia: de nuestra determinación depende el caer en ella -y permanecer dentro Dios sabe cuánto tiempo- o saber sortearla y encontrar la senda que nos lleve a unas relaciones internacionales más equilibradas y sostenibles.
Por lo pronto, es claro que ahora mismo se están enfrentando en el espacio euroatlántico dos narrativas, más que diferentes, opuestas. Tomemos el ejemplo de la crisis en y en torno a Ucrania y lo veremos más claro.
Por un lado tenemos la versión occidental, según la cual, el pueblo ucraniano eligió libremente la «vía europea» y alejarse del paternalismo postsoviético que le ofrecía Rusia. Según esta visión, el cambio de gobierno era necesario, se materializó en una revuelta popular espontánea, y supuso el derrocamiento de un tirano apoyado por el Kremlin, que estaba apartando a su país de la posibilidad de prosperar y de avanzar hacia estándares más civilizados. Como consecuencia de su pérdida de influencia, el régimen de Putin puso en marcha, primero la invasión de Crimea, y después de la desestabilización de la región del Donbás, donde se encuentran Donetsk y Lugansk. Como consecuencia de la acción desestabilizadora de Rusia, las legítimas autoridades ucranianas se han visto obligadas a responder con un despliegue de fuerzas armadas encaminada a contrarrestar las acciones de sabotaje y armadas de rebeldes financiados, formados y apoyados militarmente por Moscú. Gracias a la buena voluntad de Kiev y al apoyo de sus socios occidentales, en febrero se firmó un paquete de medidas de paz, del que es uno de sus más firmes defensores Petró Poroshenko, presidente de Ucrania. Hasta aquí la perspectiva occidental.
Por otro lado tenemos la versión rusa, que explica que ante el avance imparable de la OTAN hacia sus fronteras, y ante la práctica de injerencias continuas de occidente en el espacio postsoviético en forma de revoluciones de colores, Rusia ha dicho basta ya, se ha visto obligada a reaccionar. Lo que ocurrió en febrero del año pasado no fue un cambio de gobierno, continúan los partidarios de esta postura, sino un golpe de estado apoyado, organizado y financiado por la Unión Europea y los Estados Unidos. Entre los manifestantes pacíficos de Euromaidan – que los había- se podían ver eurodiputados arengando a las masas contra el gobierno, diplomáticos occidentales mostrando abiertamente su apoyo al golpe de estado, neonazis armados con palos, porras, escudos y hasta con armas de fuego, y personajes de toda pinta y pelaje. Esta es la realidad, continúan desde el otro lado de la frontera oriental: no se trató de una manifestación espontánea, nunca lo fue. Las «oenegés» que estaban allí manifestándose eran en realidad agentes de la política occidental convenientemente instruídas y financiadas desde el extranjero. ¿Qué pasó después? La población rusohablante, que constituía en aquel momento una tercera parte del total, vio como una de las primeras medidas que tomaba el nuevo parlamento de Kiev era proponer la suspensión de las normas que protegían las lenguas minoritarias (o sea, al ruso). Como consecuencia de ello, la inmensa mayoría de la población de la República Autónoma de Crimea decidió unir su destino a la Federación Rusa. Poco antes del referendum, ya habían empezado los disturbios en el este del país. Grupos de ciudadanos formaron brigadas de autodefensa ante el temor de que los grupos ultraderechistas llegaran desde Kiev a imponer su orden; es decir, la ucranización forzosa de la población rusohablante. La situación degeneró hasta los niveles de una guerra civil, cuando las autoridades de Kiev organizaron una operación de castigo con hasta 55000 efectivos (entre fuerzas regulares y batallones de voluntarios formados por grupos de extrema derecha) que encontró como respuesta la creación de fuerzas paramilitares de autodefensa. Desde entonces, la población del Donbás ha sufrido no solamente bombardeos por parte de las fuerzas oficiales, sino un bloqueo de facto que impide la llegada de productos básicos, medicamentos y pagos de pensiones desde Kiev hasta el Donbás. Hasta aquí la versión del Kremlim.
No voy a entrar ahora en qué es verdad y qué no lo es, aunque en algunos casos no hay dudas sobre quién dice la verdad y quién no, o sobre quién deforma la realidad y por qué. No voy a entrar ahora en eso, sin embargo. Lo que me interesa destacar en este artículo es que estamos deslizándonos rápidamente por una pendiente que nos podría llevar a una nueva guerra fría. La retórica beligerante de Washington, la OTAN y el Kremlim no dejan lugar a dudas.
Con independiencia de quién tenga razón y dónde, lo cierto es que no faltan hoy en día problemas que requieren esfuerzos colectivos, si es que queremos tener posibilidades de resolverlos: desde el cambio climático hasta la lucha contra los fundamentalismos pasando por los reajustes propios a las nuevas realidades geopolíticas, se necesitan esfuerzos conjuntos para conseguir resultados. Y no resultados que lleguen en un futuro lejano, sino ahora.
Cabe preguntarse si en Washington, Bruselas y Moscú no saben esto. Y si lo saben, ¿por qué no paran de deteriorarse las relaciones entre Occidente y Rusia? Cabe barajar diferentes posibilidades. Yo voy a aventurar una que, lejos de cerrar esta reflexión, quizá pueda contribuír a arrojar algo de luz y a enriquecerla.
El afán expasionista del modelo norteamericano ha encontrado en el contramodelo neoimperialista de Putin un palo en la rueda. Independientemente de lo que pensemos de los disfuncionamientos del aparato de Estado de Washington y de la política autoritaria y dictatorial de Putin, hay dos elementos que me parecen claros:
1) El Pentágono es un estado dentro del estado, y necesita guerras y ventas de armas para seguir alimentándose.
2) Putin es ahora mucho más popular dentro de Rusia que antes de la anexión de Crimea.
Sumemos ambos elementos y quizá empecemos a acercarnos a lo que serían los primeros atisbos a una respuesta a nuestra pregunta inicial: ¿nos estamos acercando a una nueva guerra fría?