
Creo que la primera vez que supe de ti -permíteme el tuteo- fue en las clases de Eugenio Padorno. Sí, fue allí. En mi adolescencia ignorantada no había poetas canarios, de eso sí estoy seguro. Entonces, tuvo que ser allí y entonces. No había melancolía de lluvia tras los cristales, porque en tu ciudad natal suele prodigarse más la panza de burro pero sí que veíamos el Obelisco mientras Padorno desgranaba con ritmo cadencioso los versos de “Columpio solo”. Todo el que lo haya leído y sepa de tu tragedia comprenderá que sea ahora incapaz de releerlo. Así son los grandes poetas. Cuando quieren, te hacen sentir su dolor de manera casi insoportable. Entonces, yo no era más que un joven estudiante de Filología y paseé por aquellos versos sin mayor preocupación que la de descifrar la interpretación que pudiera satisfacer medianamente a mi profesor, de aclararme en aquella encrucijada de figuras y sentimientos. Sin embargo, algo de aquel desasosiego sí debió acompañarme para que te incluyera entre la lista de voces por leer. Es probable que entonces descubriera lo que es la poesía.
Luego, conocí tu adorada Guerea. Yo también fui joven en sus calles y supe de fiestas, sueños, amores… Bastante de todo aquello se lo llevó la eterna lluvia lagunera, pero me quedó una querencia por ti, por aquel poeta inadaptado, incapaz de vivir acompasado con un mundo que no entendía de melancolía, que alguien pudiera “morir mañana / ahora mismo tal vez”. ¿Quién iba a querer morir en una Aguere que volvía joven a todo el que la pisaba? ¿Acaso no eran sus calles llenas de estudiantes una permanente invitación a la vida? Tal vez, pero no para ti, Maccanti, que vivías en Guerea, y envuelto en la bruma triste exclamabas aquello de “Sólo yo no perduro”. Nadie perdura pero nos gusta creer la ficción de que permanecemos en las voces y recuerdos de otros. Y de repente, con poetas como tú, sucede que sucede el milagro. Y pasa. Y permaneces.
Fue leyendo “La tierra sola” cuando más cerca estuve de tu sombra. Sentí que aquel “país de inmenso cielo” era también el nuestro y que por fin se encontraban Aguere y Guerea, como en una cita eternamente postergada. Luego, al final, conocimos tu dolor, de viejo poeta abandonado, que sobrevivía penosamente, que no supo ganarse la vida sino que la vida lo ganó a cada instante. Llevaste tu grito agónico hasta el Parlamento. Decías que habías cumplido con tu labor, con tu país… y decías la verdad pero pocos lo entendieron y menos hicieron caso. Tuviste que morirte, dar con tus huesos en nuestra “piel de tierra” para que te dedicaran un póstumo Día de las Letras Canarias. Tú, que nada pedías “a cambio del amor”, nada tuviste al fin y al cabo. Tan sólo una celebración que no verás y unos discursos que no oirás. Y así pasarás, que es tu forma de permanecer. Mientras tanto, acaso la sempiterna lluvia fina tras los cristales seguirá mojando en Guerea a los niños en sus columpios a la salida del colegio.